La civilización occidental sufre una epidemia sin precedentes de
enfermedades cardiovasculares y de diabetes tipo 2 que hace unos cien
años eran dolencias prácticamente desconocidas en nuestra sociedad por
ser poco habituales. Desafortunadamente, como en muchos otros aspectos
de nuestra vida, estas epidemias son producto de la inagotable capacidad
de la mayoría de los políticos para estropear todo lo que tocan. En
efecto, la recomendación inicial de reducir el consumo de grasas -ese
principio que muchos médicos abrazan como la solución a la mayoría de
los problemas de salud- no proviene de un estudio científico ni está
basada en ciencia reconocida alguna. Al contrario, como descubriremos en
este artículo, es la recomendación de un comité político formado por
varios senadores norteamericanos y que, más tarde, con la misma poca
base científica, dio lugar a la pirámide nutricional que tristemente
todos conocemos.
A principios del siglo XX, los médicos no estaban familiarizados con
las enfermedades cardiovasculares. En las universidades, poco o nada se
enseñaba sobre ellas. Esto no debe extrañar a nadie dado que en aquella
época, las muertes por enfermedades cardiovasculares eran meramente
anecdóticas. No es hasta 1920 que empieza a verse un aumento de estas
enfermedades; a partir de 1950 se consideran de manera oficial en los
Estados Unidos como una epidemia. Lo cierto es que las cifras de muertes
por enfermedades cardiovasculares están ligeramente alteradas por dos
factores. En primer lugar, hasta la década de 1920 no se inventó el
electrocardiograma, por lo que es posible que algunas muertes antes de
esa fecha también se debieran a problemas cardiovasculares previos y, en
segundo lugar, con la llegada de la penicilina, muchos casos que
hubiesen supuesto muerte por infección fueron resueltos resultando en
una expectativa mayor de vida y, por lo tanto, resultando a largo plazo
en un incremento de las muertes por problemas cardiovasculares. Aun así,
ninguno de estos dos factores altera las cifras de manera tan
considerable como para no admitir que los casos de enfermedades
cardiovasculares vienen creciendo incesantemente desde la segunda mitad
del siglo pasado en todo el mundo occidental. Esto es fácilmente
comprobable al comparar muertes por enfermedades cardiovasculares en
pacientes entre 40 y 50 años y comprobar que, desde 1950 en adelante,
los casos no han hecho más que multiplicarse.
FIg. 1 Gráfico Estudio Ancel Keys
En 1.969, el querido y admirado expresidente norteamericano Dwight D.
Eisenhower murió de un infarto masivo y, en ese momento, la casta
política norteamericana cambió su percepción de las enfermedades
cardiovasculares y las consideró epidemia de primer nivel. Unos años
antes, en 1953, un bioquímico norteamericano llamado Ancel Keys publicó
un estudio
observacional basado en datos de seis
países, en el que asociaba el consumo de grasas con los ataques al
corazón. Estos seis países eran Japón, Italia, Reino Unido, Canada,
Australia y Estados Unidos, y el gráfico que asociaba el mayor consumo
de grasas con el incremento de casos de ataques al corazón es el de la
izquierda.
El gráfico sobre estas líneas es del mismo estudio, pero incluyendo
los 22 paises de los que Ancel Keys tenía datos y, en rojo, para
sorpresa mayúscula de muchos lectores supongo, las cinco sociedades que
más porcentaje de grasa consumen en su dieta con incidencias mínimas o
inexistentes de enfermedades cardiovasculares.
De hecho, si escogemos manualmente seis países del grupo de 22, del
mismo modo que hizo Ancel Keys, podríamos obtener los resultados
contrarios de este modo:
- 6 paises seleccionados a dedo – A más grasa, menos muertes por infarto
O de este otro modo:
Otros seis paises distintos
En estos gráficos se observa claramente que, a mayor consumo de
grasa, menores casos de muertes por enfermedades cardiovasculares. Sin
embargo, esta es la misma clase de pseudociencia basada en estudios
observacionales con datos sesgados que practicaba Ancel Keys, y no voy a
usarla ni siquiera para defender lo contrario a lo que el propuso, pese
a que como puede verse, está también al alcance de cualquiera que use
Excel en su ordenador. El análisis de los datos no sólo fue aberrante
porque eliminó los datos de los países que no le servían para validar su
teoría, sino que incluso de los datos de los seis países con los que
trabajó, eliminó otra serie de datos que hubiesen servido para postular
otras teorías alternativas a la suya. Por ejemplo, el mismo gráfico de
Keys con sus seis países es válido si tomamos en cuenta, en lugar del
consumo de grasas, el consumo de azúcar. Del mismo modo que Keys hizo
una asociación entre el consumo de grasa y las muertes por enfermedades
cardiovasculares, pudo haberla hecho entre las muertes y el consumo de
azúcar, porque disponía de los datos y eran igual de vistosos en un
gráfico. Sin embargo, no servían para apoyar su teoría y por ello los
despreció.Esta pseudociencia es la que encumbró a Ancel Keys como el
padre de la hipótesis de los lípidos, que son los dos principios que
desgraciadamente todavía son aceptados hoy y que escuchamos a los
médicos repetirnos como loros con la ayuda de los anuncios de productos
alimenticios que torticeramente prometen salvarnos y alargar nuestras
vidas:
- Las grasas saturadas elevan el colesterol
- El colesterol elevado obstruye las arterias
Estas afirmaciones, como veremos a continuación,
son tan falsas como el estudio del que provienen inicialmente.
Unas décadas antes de que Ancel Keys publicase su estudio, otro
científico llamado Winston A. Price se dedicó a recorrer el mundo
analizando las costumbres nutricionales y los efectos en la salud de
estas costumbres de cantidad de sociedades alrededor del mundo, y la
conclusión a la que llegó fue bien distinta a la de Keys también. Price
descubrió que las sociedades que evaluaba no sufrían de incidencias de
diabetes o enfermedades coronarias hasta que introducían en su dieta el
azúcar y las harinas refinadas. Pero lo que más echa por tierra las
absurdas conclusiones de Ancel Keys son los datos acerca del consumo de
grasas en países como Estados Unidos. En efecto, desde 1940 hasta la
actualidad, el consumo de grasa animal en los Estados Unidos no ha hecho
más que bajar de manera espectacular, tocando su mínimo en 1996
mientras que las enfermedades coronarias no han hecho más que aumentar,
tocando su máximo en la década de los 90 también. Sospechoso, ¿no?
Portada de Time Magazine
Pero lo cierto es que nada de esto fue tenido en cuenta cuando Ancel
Keys acabó en la portada de Time Magazine y en el consejo de la
Asociación Americana del Corazón, que fue la pionera en recomendar
erróneamente la reducción del consumo de grasas. Lo peor del tema es que
a la par que la teoría de Keys era abrazada por todos, se llevaron a
cabo una serie de estudios,
esta vez clínicos y no observacionales,
para comprobarla. Uno de esos estudios, de finales de los 50, es el
estudio dietario Prudent, consistente en dos grupos aleatorios
uniformes, uno de ellos con una dieta baja en grasas basada en aceites
vegetales y otro grupo con una dieta normal, basada en grasas animales.
El resultado es que el grupo que siguió la dieta baja en grasas redujo
su colesterol en 30 puntos de promedio, sin embargo, no redujo sus
incidencias cardiovasculares. En 1965, el estudio clínico Lancet en Gran
Bretaña mantuvo a un grupo con una dieta baja en grasas animales que
permitía como máximo 1 huevo, 85 gramos de carne y 50 ml de leche al día
mientras que mantuvo un segundo grupo con su dieta habitual. En este
caso, también redujo el colesterol del grupo en 30 puntos de promedio,
pero tampoco hubo cambio alguno en la incidencia de enfermedades
cardiovasculares.
En 1965, también en Gran Bretaña, se publicó un estudio más
ambicioso. Tres grupos compuestos por hombres que ya habían sufrido un
infarto con el objetivo de analizar la incidencia de la grasa en los
casos de segundos infartos. El primer grupo usó como base nutricional
lípida el aceite de maíz, una grasa polinsaturada. El segundo grupo usó
el aceite de oliva, una grasa monoinsaturada y el tercer grupo utilizó
grasa saturada animal. El resultado fue que al final del estudio, el 52%
de las personas con dieta basada en grasas poliinsaturadas (aceite de
maíz) seguía viva. El 57% del grupo que basaba su dieta en las grasas monoinsaturadas (aceite de oliva) seguía vivo. Sorprendentemente
para algunos, el 75% del grupo de las grasas saturadas animales
consiguió sobrevivir.
En 1969 se publicó el estudio Coronario de Minnesota en el que se
demostró que el grupo que siguió una dieta baja en grasas con muy pocas
grasas saturadas y rica en verduras sufrió más ataques al corazón que el
grupo alimentado de manera tradicional.
Pero la madre de todos los estudios, con un presupuesto de 115
millones de dólares, una participación de 12.000 sujetos masculinos y
realizado por el Instituto de Salud Nacional de los Estados Unidos,
publicado en 1970, arrojó datos aún más sorprendentes. El estudio se
basó en un grupo que mantuvo sus costumbres normales y otro grupo que
adoptó una dieta baja en grasas, evitando las carnes rojas,
restringiendo el consumo de colesterol y recibiendo ayuda para dejar de
fumar. El primer resultado que se obtuvo, que sentó la base de otra
campaña, fue que las personas que dejaron de fumar sufrieron menos
ataques al corazón que aquellos que no lo dejaron, independientemente
del grupo en que se encontrasen. Sin embargo, al comparar ambos grupos,
fumadores con fumadores y no fumadores con no fumadores, el grupo
sometido a la dieta baja en grasas, con la restricción de carnes rojas y
colesterol, sufrió más ataques al corazón que el grupo que mantuvo su
dieta normal.
Podríamos seguir mencionando estudio tras estudio todos aquellos que
no encajaban en la teoría de Ancel Keys, pero creo que es
suficientemente ilustrativo mencionar que existían pruebas irrefutables
por todos lados de que la teoría no era correcta.
Sen. George McGovern
Entonces, ¿como es posible que una idea tan disparatada, no
corroborada con un solo estudio clínico (recordemos que Ancel Keys se
basó en estudios observacionales, no en estudios clínicos), haya llegado
con tanta fuerza hasta nuestros días? La respuesta está en los
políticos. En la década de 1970 se creó un comité del senado de los
Estados Unidos, capitaneado por el senador George McGovern. Su misión
era investigar la malnutrición. No resulta sorprendente que un comité de
políticos decidiese aumentar sus propios poderes iniciales y, además de
investigar, se dotase del poder de crear y promocionar los planes
nutricionales de todo un país.
De este modo, el comité creó el Informe McGovern que promovía:
- Reducir el consumo de grasas
- Cambiar la ingesta de grasas saturadas a grasas vegetales
- Reducir el colesterol al equivalente a un huevo al día como máximo
- Comer más carbohidratos, especialmente los provenientes de granos
Como todos sabemos, este
informe sirvió como base para crear la Pirámide Alimenticia de la USDA,
que es la base de la nutrición moderna. Esto, que suena muy técnico y
muy moderno, es una aberración en sí porque la pirámide tiene una
amplísima base de granos y cereales y, para quien no lo sepa, USDA
significa Departamento de Agricultura de los Estados Unidos,
y su misión, como cualquiera puede sospechar, es el fomento de la venta
y consumo de los productos de la agricultura norteamericanos,
tradicionalmente los granos y los cereales. ¿Le sorprende? Pues espere,
aún hay más.
También sería lógico pensar que si el informe McGovern incluía estas
pautas nutricionales, este informe estaría respaldado por una serie de
científicos que habrían testificado a favor en el comité . Sin embargo,
el famoso
John Yudkin testificó
que el verdadero causante de la epidemia de diabetes y enfermedades
cardiovasculares era el azúcar. Peter Cleave testificó que el cáncer,
las enfermedades cardiovasculares y la diabetes eran enfermedades de la
era moderna y era absurdo culpar a los alimentos milenarios de los males
de la civilización actual. Cleave dijo que si había que mirar la
nutrición como fuente del problema, habría que mirar los alimentos
modernos como el azúcar y las harinas refinadas. La Asociación Médica
Americana (AMA) dijo que
la evidencia que proponía el informe no era
concluyente y por lo tanto era probable que hubiese potencial para
producir efectos negativos en la salud de las personas si se producía un
cambio radical a largo plazo en el plan nutricional de la sociedad.
Vamos, lo que ha venido a ocurrir.
Por último, el director de la
Academia Nacional de Científicos en Estados Unidos (NAS), Phillip
Handler, testificó ante el comité: “¿Qué derecho tiene el gobierno
federal para proponer que la sociedad norteamericana realice un vasto
experimento nutricional con sus miembros como sujetos con la base de tan
poca evidencia científica?”. Poco sabía el pobre Handler que, en
realidad, el experimento se iba a contagiar cual plaga a casi todo el
mundo civilizado de la mano de las compañías de alimentos
Norteamericanas.
Pero McGovern era un fiel seguidor de la teoría de los lípidos,
principalmente porque era lo que su propio médico le había recomendado y
no porque la hubiese investigado el mismo, y, en
un video que quedará para los anales de la historia,
le contestó a Phillip Handler y al resto de científicos que pidieron
más tiempo para investigar y obtener resultados consistentes antes de
dar las nuevas pautas nutricionales a la sociedad norteamericana que
“los senadores no tenemos el lujo del que disponen los investigadores
que es esperar el tiempo suficiente hasta que lleguen las pruebas
concluyentes que confirmen una teoría”. La típica estupidez de un
político imponía su criterio por encima de las pruebas realizadas por
los científicos. De modo que los efectos perniciosos de la grasa
saturada se convirtieron en política nutricional porque los senadores no
tenían tiempo para esperar que llegara la evidencia científica. Esto
que parece una decisión banal tuvo unos efectos mucho peores de lo
esperado, y no me refiero sólo a los efectos para la salud, sino a
efectos científicos.
Logotipo de la AMA
Al convertirse la Hipótesis de los Lípidos en política de estado,
tanto el gobierno Norteamericano como la Asociación Americana del
Corazón soportaban abiertamente esta teoría, y resulta que entre ambos
organismos disponían del 90% de los fondos dedicados a la investigación
cardiovascular. No es difícil predecir la dirección que, desde ese
momento, iban a tomar todos los estudios que pretendiesen obtener
financiación: todos y cada uno de ellos se encaminó a demostrar que la
hipótesis de los lípidos era certera.
El científico norteamericano George Mann escribió en el New England Journal of Medicine en 1977 que
la
hipótesis de los lípidos era el mayor timo científico del siglo y que,
disentir de la hipótesis significaba perder los fondos para la
investigación. El investigador Gary Taubes escribió mas tarde “Los
nutricionistas sabían que si sus estudios fallaban en apoyar la postura
gubernamental en la hipótesis de los lípidos, los fondos irían a parar a
estudios que si la soportaran”. El Doctor Peter McColley, investigador
de Harvard, escribió un artículo titulado “Algo distinto al colesterol
tiene que estar causando esta epidemia cardiovascular”. En ese artículo,
venía a decir que Harvard, que apoyaba la teoría del gobierno y el
propio gobierno, que financiaba los estudios de Harvard, estaban
equivocados. Para agradecerle su integridad científica en la búsqueda de
la verdad, la universidad de Harvard le quitó sus becas para
investigación y le forzó a dimitir de su puesto. Y pese a tener un
historial científico inmejorable, le costó más de dos años encontrar
otro trabajo de investigación porque, como más tarde descubrió, Harvard
le había incluido en una lista negra de científicos no maleables. Esto
es lo que le ocurre a los científicos que no bailan al son de los
políticos.
Portada Revista Time
Por aquel entonces, la hipótesis de los lípidos ya se daba como buena
y la revista time le dedicaba la portada con un artículo titulado “Se
prueba que el colesterol es mortífero y nuestra dieta ya nunca será
igual”. La prensa pasó de hipótesis a realidad una teoría con una simple
portada en una revista. Pero la evidencia científica en que se basaba
la revista Time para afirmar que se había comprobado la relación
causa-efecto entre el colesterol y las enfermedades cardiovasculares era
que en 1984 se había lanzado una droga al mercado que rebajaba el
colesterol a los pacientes con colesterol alto genético y se había
reducido ligeramente la incidencia de muertes por ataques al corazón en
estos pacientes. Al analizar el estudio científico que soportaba esta
nueva prueba, podemos comprobar los siguientes datos: El estudio, basado
en dos grupos, uno al que se le administraba Cholestyramine y otro al
que se le administraba placebo, tuvo un alcance de 3.000 sujetos durante
10 años. En el grupo del medicamento, ocurrieron 30 muertes por ataques
al corazón y un total de 68 muertes. En el grupo del placebo, 38
muertes por ataque al corazón y 71 muertes en total. Usando un poco de
matemáticas básicas se puede comprobar que la diferencia global en
muertes por ataques al corazón es del 0,49%, ¡menos del 1%! entre los
que tomaban el medicamento y los que no lo tomaban. Una diferencia
despreciable sin duda. Sin embargo, en el artículo de la revista Time se
podía leer que el Dr. Basil Rafkind,
basándose en este estudio,
decía “la evidencia científica contenida en el estudio indica
poderosamente que cuanto más bajes el colesterol y las grasas en tu
dieta, más se reduce el riesgo de enfermedad cardiovascular”.
Obviamente, este Dr. Rafkind no ha pasado a la historia como ejemplo de
independencia científica. En realidad, el Dr. Rafkind acababa de
inventar una modalidad científica llamada Teleoanálisis, de muy limitada
utilidad en este caso, al asociar un estudio de un medicamento con nula
capacidad curativa con una dieta.
Lo que la revista Time no decía en su artículo era que la primera
generación de medicamentos para bajar el colesterol nunca vio la luz
porque el estudio clínico de la primera droga sintetizada que bajaba el
colesterol, el Clofibrate, tuvo que suspenderse a mitad de camino
al haber producido la muerte al 47% del grupo que la estaba tomando.
De este modo, tras el artículo de Time, en la mitad de la década de
los 80 estallaba el boom por los productos bajos en grasa, desnatados o
productos light, que desafortunadamente persiste hasta nuestros días
incluso en España.
Pero, si por cualquier motivo que escape a mi conocimiento, la
hipótesis de los lípidos fuese correcta, resulta razonable pensar que
este patrón lo encontraríamos en cualquier lugar del mundo. Pues no, ni
por asomo. Para empezar, tenemos la paradoja francesa: comen el doble de
grasas saturadas que los norteamericanos, cuatro veces más mantequilla,
tres veces más cerdo y un 60% más de queso. Sin embargo, tienen
aproximadamente un tercio de las muertes por accidentes cardiovasculares
que los Norteamericanos. Los científicos a favor de la hipótesis de los
lípidos se apresuraron a explicar la paradoja francesa asociando el
consumo de vino tinto con los beneficios para la salud cardiovascular,
dado que los franceses también toman más vino tinto que los
norteamericanos. Ahora ya sabe, querido lector, de dónde viene el mito
de que tomar vino tinto es bueno para la salud, si bien es cierto que en
muy pequeñas dosis, que no son las dosis comparativas
francesas/norteamericanas, si que es saludable.
También tenemos la paradoja suiza. El segundo país del mundo
civilizado que más grasas saturadas toma y el segundo país con menos
muerte por afecciones cardiovasculares. Además, por si fuera poco y para
que todo quede en casa, existe la paradoja española. En los últimos 30
años ha crecido aquí mismo el consumo de grasas saturadas y se ha
reducido la incidencia de accidentes cardiovasculares.
En cuanto al colesterol, la OMS ha realizado un macro estudio
recientemente en multitud de poblaciones alrededor del mundo, tratando
de confirmar una correlación entre el nivel de colesterol y los ataques
al corazón, pero no han podido probarlo. De hecho, han encontrado que
países como Luxemburgo tienen un colesterol medio muy alto y una
bajísima tasa de ataques al corazón, mientras que países como Rusia o
Venezuela, manteniendo niveles medios y bajos de colesterol, sufren
cantidades desorbitadas de ataques al corazón, por hablar sólo del mundo
occidental. En el mundo oriental, y en las zonas tropicales en que el
Aceite de Coco
(saturado en un +/-85%) predomina en las dietas, las tasas de
mortalidad por ataques al corazón son, simplemente, inexistentes. En
realidad, lo que si se ha demostrado es que el 72,1% de las personas que
sufren un ataque al corazón tienen el colesterol por debajo de 130. En
Estados Unidos estos datos son alarmantes porque el 67% de la población
tiene el LDL por debajo de 130 y, sin embargo, sufre un 72% de los
infartos totales, lo que claramente muestra que aquellos que tienen el
colesterol bajo sufren más infartos que los que lo tienen alto. Sin
embargo, a la vista de estos datos, cuando lo lógico hubiese sido
recomendar elevar los niveles de colesterol, el periódico USA Today
publicaba que lo lógico era bajar aún más los niveles de colesterol
porque, “evidentemente”, 130 era una cifra aún demasiado alta. Junte a
un periodista con un político y esto es lo que obtendrá: negación
absoluta de la evidencia.
Pero no concluiré sin dar una pincelada sencilla sobre la verdadera
causa de las enfermedades cardiovasculares que también he podido
estudiar. Según parece, cuando las arterias se dañan y se inflaman, el
colesterol de baja densidad (LDL) acude a reparar los daños. El LDL,
según sabemos ahora, existe en dos variedades, una más grande y una más
pequeña por hacerlo sencillo. Las moléculas más grandes son beneficiosas
y tienen una serie de efectos positivos para la salud. El problema
viene con las más pequeñas, que acuden a taponar las heridas en el
interior de los vasos sanguíneos y, dado su tamaño, se acaban colando en
la pared del vaso. Allí quedan atrapadas y se oxidan, dando lugar a la
llegada de glóbulos blancos que acaban formando la placa junto con el
calcio. Este es el motivo por el que las enfermedades cardiovasculares
no tienen nada que ver con la cantidad de colesterol que hay en el
cuerpo sino con el tipo de colesterol que hay, y no me refiero a la
relación HDL/LDL, sino al tipo de LDL que tenemos. No creo que pase
mucho tiempo hasta que veamos análisis con el LDL diferenciado según el
tipo.
Pero, ¿qué es lo que causa los daños iniciales en los vasos que hace
que sea necesario el LDL para efectuar reparaciones? Lo causantes son
tres principalmente:
- Fumar
- Glucosa alta en sangre
- Estrés emocional
El motivo 1 y el 3 son claramente sociales, así que, avanzando un
paso más, ¿qué es lo que eleva la glucosa en la sangre? Principalmente,
el azúcar y los carbohidratos refinados, justo la base de la pirámide
alimenticia.
¿Y qué alimentos producen las partículas pequeñas y densas de
colesterol LDL de las que hablábamos hace un momento? Si, lo ha
adivinado: el azúcar y los carbohidratos refinados.
En efecto, los científicos que
testificaron hace 40 años en el comité McGovern que los culpables de la
epidemia de enfermedades cardiovasculares y diabetes tipo 2 eran el
azúcar y los carbohidratos refinados, estaban en lo cierto. Han tenido
que pasar 40 años para que algunos empecemos a hacerles caso y además
empezamos a ver estudios clínicos que avalan estas viejas ideas que
fueron desechadas. Los políticos, expertos ellos, taparon la verdad en
detrimento de nuestra salud.
En el American Journal of Clinical Nutrition, un informe publicado
recientemente afirma, por ejemplo, que entre las mujeres
post-menopaúsicas, un consumo elevado de grasas saturadas está
directamente asociado con una menor progresión de las enfermedades
cardiovasculares mientras que la ingesta de carbohidratos está asociada
con una mayor progresión de las mismas. En la misma publicación, se dice
que “los esfuerzos dietéticos para reducir los riesgos de enfermedades
cardiovasculares deben enfatizarse principalmente en la limitación de
los carbohidratos refinados”.
En un estudio clínico publicado en “Annals of Internal Medicine” se
concluye que el grupo que siguió una dieta alta en grasas y baja en
carbohidratos mostró mayor reducción en la presión sanguínea,
triglicéridos y colesterol pequeño y denso del tipo LDL, mientras que su
colesterol HDL aumentó de media un 23%. Estudios en la universidad de
Stanford apuntan en la misma dirección al comparar la dieta Atkins (rica
en grasas) con la dieta Ornish (muy baja en grasa). Lo sorprendente de
este estudio de Stanford es que el científico a cargo del mismo, John
Emmerish, es vegetariano convencido desde hace años y, según dijo el
mismo,
le dolía inmensamente admitir estos resultados contrarios a sus propias creencias.
Otro ejemplo de verdadera integridad científica que merece todos mis
respetos contraria a las prácticas de Ancel Keys. En otras palabras,
parece que la dieta que decían que nos estaba matando, en realidad es la
que nos mantiene sanos.
Pirámide Nutricional
Lo que el comité McGovern hizo en los Estados Unidos y replicó en
buena parte del mundo al exportar la pirámide alimenticia fue reducir el
consumo de proteínas, reducir considerablemente el consumo de grasas y
aumentar disparatadamente el consumo de carbohidratos y esto, en
definitiva, es lo que ha disparado los casos de obesidad y de diabetes
en los países que siguen ese modelo nutricional, España entre ellos.
Y si la grasa no es el causante de esta epidemia de obesidad y
diabetes, ¿Cuál es la causa? La respuesta médica oficial es que nos
hemos vuelto una sociedad vaga, que come mucho y hace poco ejercicio.
Vamos, que según parece, nuestro carácter ha cambiado en los últimos 40
años. De modo que según los médicos que promulgan este dogma engordamos
porque somos vagos, comemos mucho y hacemos poco ejercicio. Pero esto es
tan estúpido como decir que los alcohólicos son alcohólicos porque
beben mucho. Lo correcto sería investigar la raíz del problema, por qué
beben tanto o, en el caso de la obesidad, por qué comemos tanto.
En realidad, hay procesos bioquímicos, y no sociales, detrás de esta
epidemia. Durante años nos han convencido de las teorías de las calorías
y de que todo tiene que ver con las calorías que entran y las que salen
del cuerpo. Nos han dicho que 3.500 calorías equivalen, someramente, a
medio kilo de grasa, por lo que al producir un déficit de 3.500 calorías
mediante ingestas limitadas de alimentos y ejercicio en exceso,
perderíamos medio kilo. Esto es, simplemente, ridículo. Esta teoría no
se sostiene en el papel y tampoco se ha sostenido en estudios clínicos.
Por ejemplo, la Women’s Health Initiative, involucrando a miles de
mujeres, redujo la ingesta diaria de calorías en 360 Kcal/día,
principalmente provenientes de la grasa, durante 8 años, con una pérdida
de peso media de 1 Kg en el período. ¡Ridículo para un esfuerzo de 8
años!
En el otro extremo de los estudios, James Levine creó en una cárcel
norteamericana un grupo con prisioneros que estaban en forma y les
sobrealimentó durante cerca de un año con miles y miles de calorías, y
no se consiguió que ganasen el peso que la ecuación preveía. De hecho,
uno de los prisioneros consumió 10.000 calorías al día durante 200 días y
tan sólo pudo coger cuatro kilos en el período.
En estudios que limitan la ingesta de calorías en ratones, al
restringirles un 5% las calorías durante 4 semanas, los ratones crearon
más tejido adiposo y perdieron masa muscular. Obviamente, existe algo
más complejo en la obesidad y el metabolismo del cuerpo que la suma y
resta de calorías.
Sabemos desde 1930, por los estudios Alemanes y Austriacos, que la
grasa corporal es una parte esencial del metabolismo y que su cantidad
viene determinada por hormonas, la más importante de ellas la insulina.
¿Porqué? Porque la insulina controla la cantidad de azúcar en sangre y
las altas concentraciones de azúcar en sangre son tóxicas para el
organismo. Por otro lado, el cerebro necesita azúcar en sangre para
funcionar y una cantidad muy baja de azúcar puede causar el coma e
incluso la muerte. Por ello, el metabolismo está diseñado para mantener
el nivel de azúcar en sangre dentro de un margen muy estrecho, y lo hace
de manera eficiente con la insulina. Es importante entender que el
organismo puede convertir el azúcar en energía, pero también puede
convertir la grasa en energía e incluso en condiciones muy extremas, las
proteínas en energía. De hecho, cuando nos levantamos por las mañanas
después del ayuno prolongado de la noche de 8, 9 o incluso 10 horas,
nuestro cuerpo está usando en muchos casos grasa como energía a través
de un proceso llamado Cetosis.
Cuando comemos, aumenta el nivel de azúcar en sangre y el organismo
segrega insulina. Se produce un cambio y pasamos de utilizar grasa a
usar azúcar como combustible principal. En efecto, la insulina produce
que las células utilicen el azúcar como combustible al tiempo que hace
que el tejido adiposo capture la grasa del torrente sanguíneo para que
esta no esté disponible para el resto de las células del cuerpo y
asegurarse que las células usan azúcar como combustible. Pero si la
cantidad de azúcar en sangre es demasiado alta para las necesidades
energéticas del cuerpo, el azúcar pasa al hígado donde se convierte en
grasa para almacenarse en el tejido adiposo como reserva de combustible.
Esto es debido a que podemos almacenar grasa en el tejido adiposo pero
no podemos almacenar azúcar.
Cuando el nivel de azúcar en sangre baja porque se ha utilizado como
combustible, baja también el nivel de insulina y por tanto la grasa
vuelve al torrente sanguíneo para ser usada como combustible hasta que
vuelva a subir el nivel de azúcar en sangre, con otra comida. Por lo
tanto, el tejido adiposo es el tanque de combustible donde se almacenan
las reservas de energía del cuerpo. Como se puede apreciar, es un
sistema magnífico y muy avanzado para asegurar un aporte energético
constante a todas las células del cuerpo.
¿Cómo hemos llegado a romper un sistema tan avanzado y creado una
epidemia de obesidad? Para entenderlo hay que empezar por entender que
los carbohidratos no son más que moléculas de azúcar enlazadas entre
ellas y que en cuanto entran en el cuerpo son literalmente separadas en
moléculas de azúcar de una manera muy eficiente en algunos casos. El
índice glucémico mide la velocidad a la que el cuerpo humano convierte
alimentos en azúcar. Durante la mayor parte de nuestra evolución, el ser
humano ha consumido alimentos con índices glucémicos entre 0 y 40,
alimentos que tardábamos en convertir en azúcar.
Veamos algunos ejemplos
de lo que comemos hoy, mucho de lo cual forma parte de la maldita
pirámide alimenticia:
- Azúcar de mesa: I.G. 64
- Coca Cola: I.G. 63 (viene a ser como beber azúcar)
- Cereales: I.G. 61
- Copos de trigo: I.G. 67
- Pan: I.G. 70
- Patata Asada: I.G. 80
Salvo que sea usted diabético,
su nivel de azúcar en sangre en cualquier momento del día es equivalente
a una cucharadita y media en total. Si sigue usted la pirámide
alimenticia y toma 400 gramos de carbohidratos, estos se metabolizan en
el equivalente a unas 2 tazas de azúcar. ¿Tiene sentido? Claro que no.
Al ingerir esta cantidad de azúcar el cuerpo tiene que generar una
cantidad inmensa de insulina porque, recordemos, los niveles elevados de
azúcar en sangre son tóxicos.
Cuanta más azúcar ponemos en el flujo sanguíneo, más forzamos la
secreción de insulina, comida tras comida, y, eventualmente, las células
del cuerpo y los órganos empiezan a acostumbrarse a la presencia
continua de grandes cantidades de insulina y acaban desarrollando una
resistencia a la misma. Al mismo tiempo que la insulina está forzando a
las células a tomar azúcar como alimento, está forzando la grasa dentro
del tejido adiposo, por lo que a más insulina, más azúcar que se
metaboliza en grasa y más grasa que se almacena en el tejido adiposo. Y,
cuanta más insulina haya en la sangre, más difícil es que la grasa
vuelva a abandonar el tejido adiposo para volver al torrente sanguíneo y
ser usada como combustible, por lo que incluso cuando no comemos, la
grasa se mantiene donde está debido a la constante presencia de insulina
en sangre.
Como colofón a este pastel metabólico, cuando la cantidad de azúcar
en sangre disminuye y la cantidad de insulina no permite que la grasa
abandone el tejido adiposo, las células del cuerpo tienen un déficit
energético, lo que nuestro cerebro interpreta como “necesito comer” y,
voilá, otra vez tenemos hambre aunque tengamos reservas suficientes de
grasa almacenada. Por lo tanto, volvemos a comer, volvemos a disparar el
azúcar en sangre, a segregar más insulina y, en definitiva, a almacenar
más grasa. De modo que no sepa usted que no engorda porque comas más,
sino que come más porque engorda, que no es lo mismo. Desde un punto de
vista meramente bioquímico, los obesos no comen mucho, comen lo que
necesitan como energía porque la grasa de su tejido adiposo no se libera
de vuelta al torrente sanguíneo. Y como el cuerpo es sabio, incluso
cuando algo no funciona, al comprobar que la grasa no fluye al riego
desde las células adiposas, estas se hacen más grandes para favorecer
que la grasa salga de ellas cuando se produce la resistencia a la
insulina en el metabolismo. Por lo tanto, acaban almacenando aún más
grasa en las mismas células.
Ratón Engordado con Insulina
La siguiente pregunta que cabría hacerse es ¿Cómo de potente es este
síndrome de resistencia a la insulina? Pues este síndrome metabólico,
antesala de la diabetes tipo 2, es tan potente que en ensayos en
laboratorio se han obtenido resultados asombrosos. Por ejemplo, al
inyectar insulina a ratones de laboratorio de manera continua se ha
conseguido que engorden hasta proporciones comparables a la obesidad
mórbida humana. Se ha seguido inyectándoles insulina al tiempo que se ha
ido reduciendo la comida que se ponía a su disposición y, pese a tener
grasa acumulada en cantidad, los ratones han acabado muertos,
literalmente, de hambre sin quemar nada de grasa.
Por eso, cuando los obesos, que habitualmente ya tienen una
resistencia severa a la insulina, se embarcan en dietas bajas en grasas y
ricas en hidratos de carbono, no logran perder peso y, al contrario,
incluso lo ganan, a lo que sus dietistas replican que la culpa es suya
por ser vagos y hacer poco ejercicio. Si fuera por estos dietistas, los
obesos morirían del mismo modo que los ratones, de inanición.
La diabetes tipo 2 que se produce como continuación al desarrollo de
la resistencia a la insulina, solía ser llamada la diabetes de la edad,
porque se daba en personas mayores que habían agotado sus células
pancreáticas de tanto producir insulina. Sin embargo, hemos pasado a
denominarla diabetes tipo 2 porque ahora afecta también a jóvenes e
incluso adolescentes. Esto, como cualquiera puede deducir, no es fruto
de que sean vagos, no hagan ejercicio o coman demasiado. Tiene que ver
con la pirámide alimenticia y la descomunal ingesta de carbohidratos, en
particular de azúcar y harinas refinadas.
Veamos algunos datos clarificadores. En los Estados Unidos, en la
última década, los casos de diabetes tipo 2 se han duplicado y
aproximadamente el 25% de la población mayor de 60 años la sufre. Se
cree que más del 40% de la población Norteamericana sufre o sufrirá
diabetes. Esto le ocurre a una población que consume aproximadamente el
55% de sus calorías de los carbohidratos, el 33% de la grasa y el 12%
proveniente de las proteínas. ¿Alguien sigue teniendo alguna duda de la
causa de esta epidemia? Lo que es paradójico es el mensaje que lanzamos a
la población. Por ejemplo, la Asociación Americana de la Diabetes tiene
publicados estos “consejos” nutricionales:
- El sistema digestivo convierte los carbohidratos en azúcar de manera rápida y sencilla.
- Los carbohidratos son la comida que más influencia el nivel de glucosa en sangre.
- Cuantos más carbohidratos comas, mayor será tu nivel de glucosa en sangre.
- Cuanto mayor sea tu nivel de glucosa, más insulina necesitarás para que el azúcar llegue a las células.
- La pirámide nutricional es la manera más sencilla para recordar las comidas más sanas.
- En la base de la pirámide, están el pan, los cereales, el arroz y la
pasta. Todos estos alimentos están compuestos por carbohidratos
mayoritariamente.
- Necesitas de 6 a 8 raciones de esos alimentos cada día.
¿Quién es responsable de formular semejante disparate? Francamente,
no puedo entenderlo. Pero, lo que de ningún modo me entra en la cabeza
es que los médicos, personas de ciencia todos ellos, sigan recomendando
la pirámide alimenticia y culpando a las grasas de la epidemia de
obesidad y diabetes que padecemos incluso después de demostrarse que el
estudio de Ancel Keys es un caso de grotesca manipulación de los datos y
el comité McGovern emitió unas conclusiones basadas principalmente en
este estudio. No alcanzo a comprender como, sabiendo todo lo que saben,
no son capaces de ver con claridad donde está el problema y, al
contrario, prefieren seguir predicando los dogmas a sabiendas de que no
están basados en ciencia alguna… salvo que la burda manipulación
matemática de los datos sea considerada ciencia.
Fuente: aceitedecoco.org